
El “orden” mundial se basa en un injusto gradiente de bienestar, donde unos pocos países muy ricos se benefician de la mayor parte de la riqueza. Mantener este gradiente exige dominación política, económica, comercial y militar. Al final todo puede computarse en unidades de violencia institucional: cuando la ejercen los países ricos, o cuando no la ejercen directamente, sino con déspotas locales a los cuales se les deja ubicar las rentas de su rapiña en santuarios financieros occidentales.
Hay otro gradiente igualmente injusto. Los sistemas desarrollados han de disipar la entropía (desorden) y los residuos tangibles e intangibles hacia el exterior. La basura se acumula en un mundo cada vez más pequeño y habitado, y aunque una parte se mantiene muy limpia, otra avanza dramáticamente desde la pobreza rural hacia la miseria de los asentamientos precarios y campos de refugiados.
Pensar que estos gradientes se mantendrán sin problemas graves, es una ingenuidad. Pequeñas cosas acaban conectando el mundo rico y el pobre; pequeñas como los virus. Nacidos en lugares inconcebibles, donde seres humanos, aves, cerdos viven en hacinados en chabolas y corrales donde los gérmenes juegan a cruzarse y mutar por el cotidiano salto de especie que promueve la miseria compartida.
Los virus son capaces de moverse de país y continente en pocas horas. Y al hacerlo, nos recuerdan que este es un solo mundo, y que su biosfera se ha globalizado al hilo de la economía y el movimiento de capitales, bienes y personas…
El bumerán regresa con toda su capacidad de conectar lo que tanto ha costado en separar y ocultar. ¿Pagaremos el precio sin más?; o intentaremos ir algo más lejos e impugnar un mundo injusto, y construir elementos de un gobierno global, con instituciones multilaterales y sometimiento al derecho internacional…
Decía Rudolf Virchov, cuando se la acusaba de hacer política por su crítica social, que la política no era más que medicina en gran escala. ¿Qué tal una buena dosis de medicina preventiva para el mundo?.